miércoles, 9 de abril de 2008

Malherido

Respirar es oxigenar la facultad de herirnos. Cada inhalación es un giro en el esmeril de la piedra que afila el total de nuestras acciones, el intermitente proceso punzo cortante de vivir la vida. Para el vivo no es posible tomar distancia de este natural acto de laceración colectiva. Al que vive le duele la vista, el olfato, el oído, el gusto y el tacto, le duele estar vivo e igualmente le duele lo no vivo, lo muerto, lo inanimado. Tal vez sólo en ese sentido el hombre es rico, pues en cuanto a dolencias se refiere, no discrimina, el que vive sabe que lo inerte lastima, que nada escapa al desgarrador fluido de la experiencia, que es imposible no vivir una vida llena de pena y castigo. Todos sobrevolamos el mundo malheridos, con la piel arponeada por vientos secos de gigantes y diminutos anzuelos. Miramos las suaves y coloridas visiones del mundo con la vista erosionada, sanguinolenta, víctima del filo agudo que posee la profusión icónica de la naturaleza. Saboreamos el viento que nos rodea con la lengua que arroja y recibe puñaladas en cada palabra, en cada silencio. No es posible tocar la vida sin sentir lo áspero de su piel tersa y uniforme, piel que huele a adrenalina y que se respira para poder vivir. Nuestra nariz es verdaderamente roja, no como la nariz sin sangre cuyo destello oculta, el rostro derruido del actor que cubre sus fosas nasales adoloridas, cuando ríe de dientes para afuera y provoca lo mismo entre los que miran su maquillaje… nuestra nariz no es una bola estéril. Todo el tiempo resuena en nuestros oídos el exceso de sangre que recorre nuestro cuerpo y que se desborda por nuestra cabeza, por nuestro pecho. Somos millonarios de contusiones provocadas por una lapidación hecha de ladrillos que manchan nuestra sangre de rojo.

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